SEÑORITA HERMINIA
Frente al Parque Lira baja una calle angosta. Tras los muros de sus viejas casas persiste cierta quietud conventual y frente a las ventanas de las vecindades siguen floreciendo los malvones en sus latas. De niña la recorrí muchas veces, brincaba los charcos, rayaba las paredes descascaradas, para ver las extrañas argamasas porosas que se desmoronaban como polvorones. Hoy, los charcos son pequeños, y las heridas de los muros pertenecen a otros niños. Pero ella parece que me recuerda. Es la misma vieja calle, nueva de tanto repetirse, de tanto regresar a través de mi mirada, de mis recuerdos. Yo la hago, la deshago, la recreo, como un mago de mi pasado, y juntas derribamos grandes lienzos de tiempo.
Ella y yo sabemos muchas historias; nos las contamos quedito, cuando paso por allí, y nos preguntamos que habrá sido de todas esas vidas que alguna vez la poblaron. Ha quedado como un pueblo casi desierto, desalojado poco a poco, que muere inevitablemente en aras del progreso, que se acerca con su ruido de motores, su humo, sus prisas. Sin embargo, no hace tanto que el ritmo del barrio estaba marcado por la campana de la iglesia de San Miguel.
Mucha gente está ya en el olvido, se fue apagando en el recuerdo como un campaneo muy lejano. Pero hay quienes regresan como fantasmas, se deslizan transparentes y fugaces por las paredes, tan tenues que parece que los invento. Pero regresan, es cierto, cuando vuelve a sonar cierto piano cuyas notas se desgranan de los almendros del jardín de la señorita Herminia.
Con su piano y la tarde ella tejía hilos delgados que nos envolvían; se rompían al pasar por la gritería en los juegos de la pandilla del Chueco; se enredaban interrogantes frente al rostro liso de Elvira, siempre silenciosa mirando tras la puerta cristalera de la vecindad; hacían levantar los ojos oscuros y almendrados de Margarita, sentada todo el día en su banquito, reparando medias, y se entretejían con su labor delicada; importunaban a la Loca de los Perros que se paraba a media calle haciendo señas como para espantarlas; cuidaban en la esquina la borrachera eterna de Centavito; le hablaban al oído a Chepo, el pepenador, que se sentaba en el zaguán verde para compartir su pedazo de pan con el Gandul, su perro amarillo.
Señorita Herminia, usted vivió sus días sencillos en esa vieja colonia gris, entre los muros gruesos de su casa demasiado grande, entre lo que quedó de una no muy antigua opulencia. Su paisaje cotidiano estaba hecho de calles angostas que sabían recoger a ratos la tibieza del sol, de empedrados en los que tropezaba su figura menuda, en su carrera de pasitos apurados al doblar por la esquina de la tienda de Angelita. Todos los días la veíamos pasar, mientras cambiábamos oritos y estampas. Iba muy arreglada, a dar sus clases de piano. A veces se detenía para conversar con algún vecino, y se animaba toda su persona. Se tocaba el pelo gris modestamente recogido, agitaba sus aretes brillantes, echaba a volar sus manos como pajaritos, y yo me preguntaba si siempre había sido así: una maestra solitaria y no muy joven, porque adivinaba en su rostro una sonrisa traviesa por momentos, unos ojos muy chispeantes para una persona tan seria. Pero pronto se alejaba, solterona al fin, con su blusa blanca de encaje, su traje sastre gris, sus zapatos negros de tacón bajo.
Aún hoy me pregunto qué soñaba en su quehacer ordenado de mujer decente, durante las clases de piano, al tocar esas notas que hablaban de amores. Me pregunto si recordaba algún novio ingrato que desapareció al mismo tiempo que la fortuna de la familia. Si se estremeció alguna vez su cuerpo con unas manos amadas, si su piel inquieta le quitaba el sueño. Si alguna vez la sorprendieron con la mirada perdida, olvidando por instantes la presencia de su pequeño alumno.
¿Que recuerdo buscaría su mirada en aquellos paisajes lejanos del pasado? ¿A quién alumbraría entonces? Porque por momentos su rostro se transformaba imperceptiblemente, dibujaba una sonrisa suave, triste y un poco distraída, mientras inundaba la calle con notas musicales, melancólicas, que volaban por el aire como una bandada de sueños. Se le escapaban en las mañanas por las ventanas entreabiertas en la penumbra fresca de la sala, se le escapaban al atardecer con la brisa que agitaba las cortinas blancas de gasa, y a veces también en la noche: llegaban hasta nosotros, entraban a nuestros cuartos, acompañaban nuestros sueños o nuestros desvelos, nuestras fantasías.
Cuando su hermano, recluido en la Castañeda, murió, y quedó libre de la única responsabilidad que la ataba a la vida, usted cedió sus cosas a un asilo y allí se fue apagando despacio, dejó lugar al silencio, como las notas del piano que no volvimos a escuchar...
Reader Comments (1)
Paty, qué alegría saber de tí, espero te acuerdes, vecina de Tiburcio Montiel. Te felicito por tus cuentos, por favor dime cómo están tus papás, Aline y Raulito....que será Raoul nada más. Mis papás ya murieron y todos nosotros estamos bien, Irma, Martha, Cristy y yo. Ahora vivo en Irapuato, Gto. Me encantaría podernos reunir o por lo menos escribir. Te mando un beso y otro para la familia.... B.A.